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Sensación De Vida

-Salió así...

(117/66). ¿Casualidades?

Nuestras miradas se cruzaron aquella mañana, pero fue otra de esas miradas sin fondo ni memoria. Una de esas miradas de las que nacen millones y que mueren antes de nacer, que ni siquiera hablan de indiferencia. Sentada en el banco del andén de una estación cualquiera pienso que quizás no debiera haber sido así; que nuestras miradas deberían haber sido cálidas, atentas y curiosas y quizás, solo quizás, hubiéramos comenzado a charlar, habríamos ido a tomar un café con la excusa de la espera, y, para alargar la conversación, me hubiera subido a ese tren hasta la siguiente estación. Un tren del que su destino sería lo menos importante.

Pero la casualidad quiso que no te sentaras a mi lado en el banco de un andén de una estación cualquiera; que tras esa décima de segundo, mi mirada permaneciera distraída y que la tuya estuviera pendiente de las llegadas y salidas, que tu tren saliera enseguida imposibilitando la espera que nos hubiera dado una oportunidad y que yo hubiera abandonado mi atención en un banco cualquiera de una estación cualquiera negándonos la suerte de, quizás, cambiar nuestro destino.

(114/66). Una gota más.

En el espigón del puerto, donde el mar rompe suicida confundiendo todo con su olor y su sabor a sal, donde las algas pierden su soledad convirtiéndose en bosque y donde la blanca espuma susurra repetitiva el canto embriagador y mortal de las sirenas, allí donde la luz del sol deslumbra mi mirada y el horizonte pierde su destino, allí dirijo mis pasos y ciñéndome al sendero que las rocas marcan bajo mis pies descalzos encaminándose hacia el abismo insondable; allí, justo allí, me pierdo en el mar infinito. Y en su color imposible presiento la fantasmal presencia de un barco hundido; la luz polariza su silueta bajo un azulado manto misterioso; el agua recrea un sonido profundo, grave, sereno... sedante a pesar del drama que narra, no hay estridencias y esa melodiosa sinfonía me inunda el alma.

Mi cuerpo se diluye en el líquido elemento que lo acoge haciéndole perder su consistencia; no siento mi respiración, me doy cuenta que mis pulmones permanecen inactivos y la sensación de libertad se agudiza. Me hundo despacio hasta el lecho de arena que alfombra el suelo. Soy líquida, sin forma, sin silueta que sujete mi liquidez. Absorbo la luz que me rodea adquiriendo sus mismas tonalidades. Soy gota y me confundo con el resto de gotas... La paz es absoluta aquí en el fondo.

La silueta majestuosa del barco se convierte en un imán para mi líquida mirada, me acerco saboreando el salitre y me interno en su casco acariciando sus contornos. Los corales y la corrosión se adueñan de sus entrañas, deformando las perfectas formas que se adivinan existentes en un pasado no demasiado lejano. Los peces disfrutan de un nuevo jardín de recreo nadando entre los camarotes y la maquinaria del barco, convertidos en guardianes fieles y celosos de aquella nueva conquista.

Mi mente, también líquida pero aún curiosa, trabaja sobre escenas cotidianas de faenas marineras: el arriar de velas, la limpieza de cubierta, el mantenimiento de máquinas, las órdenes del capitán... Personas elegantemente vestidas, sonidos de música de baile a la luz de una luna increíble por hermosa, casi irreal, con su cortejo fiel e infinito de estrellas... Diversión y trabajo, pasajeros y tripulación unidos sin mezcla en un espacio tan reducido, conviviendo día a día sin ser conscientes de ello... La tormenta... El naufragio... Confusión, gritos, llantos, furia, resignación, desesperanza... sobre una cubierta que se hunde irremisiblemente en la ansiosa boca de un torbellino gigantesco. Y después... la calma más absoluta. Algunas pertenencias de anónimo dueño flotando sobre las aguas tranquilas, aquella foto navegando inconsciente hacia alguna playa para convertirse en el tesoro secreto de los juegos de algún crío... que, mecida por agotadas olas tras las últimas horas, acaba siendo testigo y prueba de la encarnizada batalla. Olas que sirven de telón a la tragedia que se oculta ya silenciosa en el fondo de un mar cada vez más exigente. Y allí es donde mi líquido ser se enamora de ese coloso océano; único y poderoso me subyuga... soy una gota más, soy parte inseparable del inmenso elemento.

(109/66) Manos de fuego

Me encantaba el movimiento de sus manos, eran como dos mariposas ágiles y livianas que expresaban la ternura en sus caricias y la auténtica pasión que sentía por las formas. Cuando hablaba, ellas reforzaban con cada movimiento la fuerza de cada palabra, de cada expresión, lloraban amargamente, brincaban de alegría o espantaban las moscas de la tristeza que rondaban por su cabeza.

Toda la fuerza del mundo estaba contenida en aquellas dos manos, bellas y sensuales. Con ellas podía infringir sin dudar el máximo castigo cuando la amenaza se hacía patente, pero su preferencia natural era el amor. Amaban todos los materiales, tocaban con fruición y respeto cualquier textura pero lo que más ansiaban tocar era la piel de un ser humano. Recorrían cada pulgada, cada centímetro, explorando cada pliegue, cada peca, cada lunar. Disfrutaban con idolatría de cada estremecimiento, expertas sabedoras del placer supremo que transmitían, imprimiendo una cadencia casi musical a su movimiento mórbido, lento y cálido, sobre aquella piel hambrienta de sensaciones. Se entregaban sin reservas a la explosión de la excitación, llenando de gemidos del placer más absoluto el aire, incendiando de deseo cada poro que rozaban. 

Pero esas manos de fuego fueron sorprendidas por una sensación que escapaba a su entendimiento, el cuerpo que manejaba aquellas expertas manos, experimentó por vez primera la misma sensación que transmitía. Las caricias de aquella piel agradecida le estaban enseñando el deseo y el placer que jamás había soñado. Por primera vez se dio cuenta que había otras manos iguales que las suyas, que había otras manos que, agradecidas y sedientas de amor, podían llegar a una entrega absoluta y sincera.

(107/66) Lágrimas de lava

Las lágrimas se deslizan entre las turbulentas nieblas de tus ojos y no puedo evitar sentirme culpable de ese triste discurrir. Acaricio tu rostro sin pensar en el daño, beso tus labios sin pensar en el dolor y cierro mis ojos para no seguir viviendo ese silencioso y resignado llanto. No llores, mi vida, no llores. No merezco ni un pequeño suspiro, ni una mínima queja de ese corazón aquejado de soledad manifiesta.

Las lágrimas deben ser mi castigo, el dolor mi eterna penitencia y tu desprecio mi condena. No llores, mi alma, no llores. Nunca deberían figurar en tu rostro amado, nunca deberían asomar en esa mirada adorada.

Siento tus lágrimas como ascuas de fundida lava abrasándome las manos, como puñaladas de tristeza en mi alma desangrada; noto como van tatuándome la piel, percibo como las heridas provocan hemorragias de incomprendida amargura y se encostran en indelebles cicatrices en mi corazón. No llores, mi amor, no llores. No permitas que mi presencia convierta la húmeda niebla de tu mirada en doloroso e inútil reproche.

Beso tus ojos en vano intento de consuelo y encuentro el justificado rechazo de tus manos alejándome de ti. Torno mi atracción en distancia insalvable, alejándome, sé que para siempre, de la brisa de tus labios. No llores, mi amada, no llores. Jamás te pediré un perdón inmerecido y arrastraré para siempre las cadenas de tu cálido recuerdo.

(98/66) Un cuento de invierno

Hoy, en ejercicio voluntario y necesario, he paseado entre las tinieblas del tiempo, impregnadas del unísono tañido de campanas de bronce tocando a duelo, entre murmullos lejanos de voces que recordaban a los vivos la no existencia de los muertos, entre llantos quejumbrosos, pagados al efecto.

He recorrido despacio, respirando el aire, un cementerio en donde las tumbas, lechos anónimos de vivos eméritos, se han convertido en floreros vacuos de sensaciones vividas en historias pasadas. Mis ojos vagaron por aquellas flores, algunas frescas, otras marchitas de olvido, exhibidas en donde las preguntas surgen en curiosidad excéntrica y el vaho de mi respiración se condensa en las telarañas del recuerdo.

Y en un vano intento, he recreado una historia inventando datos, creando amores e imaginando besos para cada uno de los ausentes presentes; he regado las flores frescas y escondido las del olvido, ésas de las que ni se sabe con qué color nos han obsequiado en algún momento, en una presuntuosa y grotesca mueca de restituir el recuerdo.

He caminado por ordenadas sendas, arrastrando mis pies por intransitables caminos de barro y por otros de agradable hierba sembrada, entre cipreses centenarios y setos de suyas con formas fantásticas, entre flores del eterno recuerdo y negras cenizas de abandono, entre ilusiones rotas, vidas rocambolescas, intentos inútiles, amores fingidos y gritos de esperanza.

En aquel atardecer prematuro, provocado por una fina y persistente lluvia de febrero, anduve entre gárgolas dantescas, esculturas marmóreas adornadas de guirnaldas de angustia, figuras de ángeles caídos en perversos e impuros actos, de pétreas lenguas de fuego representando la cólera divina cayendo sobre las ánimas de un purgatorio repleto de pecado; todas talladas por maestras manos en el arte funerario.

El dolor, el terror, el castigo,... omnipresentes, protagonistas en un lugar donde la muerte tiene justificación divina... donde los inocentes no tienen razón de ser, donde la culpabilidad y la miseria se asocian en extraños contubernios.

Y en aquel ejercicio, voluntario y necesario, me detuve para orientarme en aquella caza a ciegas, impulsada solamente por los ojos de mi corazón, los únicos que conocían las misteriosas formas del objeto de mi búsqueda. Él era la única brújula que guiaba mis pasos entre las tinieblas dirigiéndome por aquel aquelarre de muerte. Pero aquella desolación no afectaba a mi alma que, como un perro de presa, permanecía serena, concentrada, atenta a cualquier variación, en un estado casi místico. Cerré mis ojos mientras las gotas de lluvia resbalaban por mi pelo, por mi cara, por mi ropa empapada... tensé mi cuerpo y aspiré profundamente, un intenso aroma golpeó mi cabeza y el ruido de unas palas penetrando en la tierra provocaron que todo mi cuerpo se convulsionara en un intenso escalofrío.

Allí, delante de mí, donde mi caminar se había detenido, dos hombres a la luz de dos candiles, cavaban una tumba, otra más, pero esta vez el muerto no sería anónimo, ni una presencia ausente. Esta vez su ocupante sería mi cuerpo que yacía silencioso en un ataúd de tapa transparente atravesada por una casi irreal y luminiscente rosa roja. No había nadie más que mi incorpórea presencia y aquellos dos ajenos hombres, pero mis ojos no podían apartarse de aquella rosa depositada allí por alguien que inventaría mi historia, añoraría mis manos, recordaría mis besos... mis lágrimas se confundieron con las gotas de lluvia que surcaban mi rostro, solo al llegar a mis labios me di cuenta, pues su ligero sabor a sal delataba su existencia. Mi búsqueda había concluido.

(82/66) El valor de una mirada.

Estabas como siempre sentada en tu silla a la puerta de la casa. Permanecías allí sentada dejando vagar tus ojos por ese paisaje tan familiar. Muchos años, tantos, que habías conseguido hacerte un sitio dentro de la escena costumbrista del barrio. Los habituales se habían acostumbrado a tenerte, a sentirte, a verte siempre a las mismas horas, durante el mismo tiempo, día tras día.

Habían pasado 30 años desde aquella primera vez que, cogiendo aquella silla de mimbre y madera, te sentaste a la puerta de tu casa. Nada había borrado aquel esbozo de sonrisa de tu rostro, ni tan siquiera el dolor que te causaba la razón, aquella secreta razón que te impulsaba a sentarte todos los días en aquella silla. Nadie conoció el íntimo y doloroso motivo de aquel acto que la costumbre convirtió en cotidiano para los demás pero que para ti se renovaba cada día.

El tiempo y la vida habían encanecido tu cabello pero no supieron robar ni un año a tu juvenil mirada enmarcada en ese rostro envejecido de cansancio; ni siquiera la tristeza que se adueñó de tu corazón aquel cuatro de marzo de ya hace tantos años, consumió la mínima intensidad de esos ojos negros, brillantes y serenos.

Quizás por esa mirada, uno de mis primeros e imborrables recuerdos infantiles es el de verme correr hacia ti, abrazarme a tus rodillas y apoyar mi cabeza en tu regazo para que, con la ternura que sólo tú sabías transmitir, acariciaras mi cabello. En aquella conversación sin palabras solo existían nuestras sonrisas, mi abrazo fuerte a tus piernas y tu caricia. Yo cerraba los ojos y el calor de tus manos enredando en mi pelo me llenaba de sosiego, de seguridad y de amor.

Con el correr de los años he tendido que refrenar ese impulso que me obligaba a correr hacia ti y abrazarme a tus rodillas, en tantas ocasiones como veces he ido a visitarte. Pero mi crecimiento y tu fragilidad lo hacían imposible pero siempre han permanecido nuestras sonrisas y, sobre todo, la ternura de tus manos y esa mirada limpia y chispeante.

Otro cuatro de marzo nos dejaste en silencio, sin ruido, llevándote el secreto de tu tristeza, aquel dolor que esculpió aquella mirada en tu rostro. Aquella silla de mimbre y madera sigue presidiendo mis recuerdos más amables, recuerdos que siempre me llenan de sosiego, seguridad y amor.

Y ahora, el azar y la genética, me han devuelto tu mirada, ahora veo tus ojos negros, brillantes y serenos enmarcados en el rostro de mi hija. Ahora son mis manos las que, aprendiendo de las tuyas, le transmiten con ternura, la calma, la seguridad y el amor que en mi corazón provoca su existencia. Ahora entiendo en plenitud lo que tu presencia en mi vida me ha aportado y lo importante que has sido en ella. El recuerdo de tu silla de mimbre y madera permanecerá en mí para siempre, pero tu mirada la veré día a día en los ojos de tu biznieta.

 

(68/66) Destierro

Destierro mi cuerpo al bosque de Nada, de Nadie,

ese bosque que consique que mi silencio

fluya entre las voces del Tiempo.

Me inunda el asco confuso del pecado original;

ése que nunca cometí pero del que me siento culpable.

Deslizándome entre mis sombras

asoma mi alma en retazos separados en la Distancia;

a tramos feliz, a tramos desgraciada, pasa mi vida ante tus ojos.

Dejo que tu mirada sea espectadora de mi vergüenza

para que seas testigo y destino del eco

de mis lágrimas cayendo en el abismo del único sonido permitido

a mi cuerpo desgarrado de ausencias

y que mi cordura descanse en el hombro de una fría noche de invierno.

 

(62) Una historia de terror cotidiano

El instinto de supervivencia era el único instinto, casi lo único, que le quedaba intacto e, impulsada por  él, se arrastró hasta el teléfono. También su cara estaba intacta, él nunca le golpeaba en la cara. Se detuvo; apoyó la cabeza en el marco de la puerta del comedor en un intento desesperado de acallar el dolor que la poseía en cada movimiento, necesitaba recuperar el aliento, pero cada respiración profunda se convertía en un suplicio. Cerró los ojos, tomó aire despacio, muy despacio. Quiso retirarse el mechón de pelo que le caía sobre el rostro pero no pudo, su brazo izquierdo no le obedecía. Como pudo llegó hasta la consola de la entrada, tiró del cable para que el teléfono cayera. Descolgó, dejando el auricular en el suelo para poder marcar con la única mano que parecía funcionar.

Un tono...volvió a cerrar los ojos en un amago inútil de acabar con aquellas lágrimas que resbalaban por su cara.

Dos tonos...su corazón empezó a latir desbocado y colgó el teléfono con violencia: el ruido del ascensor le llegó nítido, los pasos en el rellano...y la puerta del vecino cerrándose. No era él. Un nuevo torrente de lágrimas y el dolor provocado por las convulsiones del llanto la dejaron agotada. Descolgó de nuevo y, luchando porque el miedo que la poseía no la impulsara a colgar de nuevo, esperó la voz al otro lado del teléfono: “Urgencias, en que puedo ayudarle....”. Explicó el motivo entre sollozos y dio su dirección. “Van para ahí una ambulancia y una patrulla, ¿podrá abrirles la puerta?.” Después de contestar, colgó el teléfono e intentando recuperarse, dejó correr los minutos. Pensando en lo que diría cuando llegara la ayuda que estaba en camino, llegó a la causa:

Él la quería, sabía que vendría arrepentido, llorando como un niño, queriendo que ella le consolara, que le acariciara la cabeza apoyándola en su regazo. La besaría entre susurros de “perdón”, de “no volverá a pasar”, de “te juro que no lo volveré a hacer”, de “controlaré estos celos locos que me poseen”...

Y ella ¿qué podía hacer sino perdonarle?.

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Esta historia está dedicada a todas esas víctimas (hombres y mujeres) que han aprendido que el amor duele, que el sentirse queridas incluye una paliza por su bien de vez en cuando, que el maltrato psicológico forma parte intrínseca de una relación de pareja y que han aceptado estas situaciones como algo natural. Decirles que es mentira pero que, si no piden ayuda, si siguen justificando a su agresor/a, si siguen pensando que es más importante la vergüenza social que su propia vida,  nadie podrá ayudarles.

También me gustaría que hiciera meditar a alguno de los verdugos (hombres y mujeres) que han conseguido, con su actitud violenta, dominante y demencial, hacer de su hogar un infierno. Que también hay ayuda para ellos, y que, en algunos casos, aún hay una ligera esperanza de reconvertir el infierno en un hogar.

(58) Pliegues

Quiero

localizar cada cicatriz de tu alma. Quiero recorrerlas con mis labios y aplacar con mil besos el dolor que te infieren. Quiero comprender cada pliegue, cada nudo y cada lazo de tu cuerpo. Quiero oir tu voz y que con sus matices me cuenta cosas que tus palabras no saben decir. Quiero sentirte en cada segundo de mi aliento, acariciarte sin tiempo y sin espacio, lentamente, sin delirio recorrerte con mi manos, cerrar mis ojos y adivinar todos los susurros de tu cuerpo.

Quiero

dibujarte el amor con las yemas de mis dedos, elevarte a la cima y, en caida libre, sumergirnos en el placer absoluto. Deslizarme por debajo de tu piel, infiltrarme en tu venas y transmitirte  sensaciones  estrenadas con cada roce de mi piel en tu piel. Quiero alimentar tu hambre, aplacar mi eterna sed de tí con cada lágrima de tus ojos, con cada gota de tu sudor enfebrecido de deseo.

Absórveme en cada jadeo.

Quiero desmembrarte de felicidad

y con tu estallido de placer romperme en mil pedazos.

¿QUIERES?

(56) Hasta el final

Enséñame tu alma como la flor abre sus pétalos,
suavemente, sin prisa, compartiendo su secreto.
Enséñamela sin miedo, intentaré conocerla
como conozco tu cuerpo, con pasión y con respeto,
espero aprender a amarte hasta el final de los tiempos. 
Recorriendo sus veredas, conociendo sus desiertos,
quiero llegar a la cima de tus  sentimientos,
y gozándo del paisaje en su impoluto destello,
espero querer amarte hasta el final de los tiempos.
Exquisita flor que en su interior guarda el amor
de quien ama sin pudor, de quien ama con esmero,
del querer por querer, del te quiero porque quiero.
Espero poder amarte hasta el final de los tiempos.
Patentar su descubrimiento como si mio fuera el mérito
de la fortaleza de tu alma, del calor de tu cuerpo.
Espero saber amarte hasta el final de los tiempos.

(54) Palabras de hiel

El amanecer cosía reflejos en su pelo con hilos de plata y trigo; justo en ese momento sus resecos labios articularon aquellas palabras impregnadas de hiel:

"Conóceme así, sin tener que ordenarme, con frases sueltas, queriendo amarte..."

Se interrumpía y guardaba silencio. Con la mirada totalmente descerebrada, vagaba sin sentido por los pasillos de su mente, intentando recuperar una olvidada felicidad, guardada tan celosamente que se había perdido entre los desordenados cajones de su memoria. Sentado tras los cristales de su alucinada cabeza, solo acertaba a repetir secuencialmente y con ritmo casi perfecto, aquella frase, convertida en una canción inacabada, inacabable, una vez, dos veces, tres veces,...acompañada con un balanceo sutil, casi imperceptible, como si su inexistente cordura y su total locura estuvieran jugando en un pequeño balancín en alguna parte de su cuerpo. Sus manos tocaban y retocaban en una caricia sin fin la foto de una mujer que sonreía enamorada desde detrás del cristal de un pequeño marco de madera; sólo interrumpía aquel movimiento para tocarse la cara en una verificación convulsiva de que seguía en su sitio. Nadie sabía ni sabría nunca el motivo que lo había conducido a aquel estado, ni siquiera la mujer de la foto que lo visitaba todos los días y que, sentándose a su lado, buscaba sus ojos para transmitirle el amor que la llenaba por entero y cogía su mano con fuerza aunque con exquisita ternura, tratando de devolverle a una realidad que él  jamás podría volver a vivir.

(33) Grata complicidad

Llevo años llamando a tu puerta y tú, amablemente me contestas, abres la puerta y me acoges en tu casa, tomamos un café y charlamos del tiempo, de las novedades en el pueblo, del sermón del domingo, del nuevo novio de la panadera, de las ocurrencias de Antón, el hijo del sastre, que de tan tonto parece listo...

Nunca hemos hablado de ti, ni de mí, ni de lo que sientes cuando la luz del amanecer engendra otro largo día, ni de lo que ocupa tu mente cuando las sombras proyectan soledad en tu alcoba.

Nunca te conté mis tristezas de almohada, ni mis pensamientos más honestos reconociendo la impotencia de mi angustia.

Jamás oí de la boca el mínimo quejido de amargura tras la muerte desoladora que te persiguió durante años, ni que sentías en tu desbastada alma obligada a olvidar el sufrimiento.

Jamás hablamos de esas cosas que no surgían en el primer sorbo, o en las que salen en el ritual de la preparación del café: Sólo, largo y muy caliente para mí, leche manchada para ti y tu sempiterno ardor de estómago; la blonda blanca y la mantequilla que nunca usábamos en el platillo de porcelana sobre el mantel de hilo. Sentadas una frente a la otra, con una sonrisa sincera iluminando nuestros rostros. Ambas sabíamos lo que pasaba por nuestras miradas. Yo sabía que habías tenido noticias por la forma en la que cogías la taza y perdías tus ojos a través de mí.

Tu buscabas mi tic cuando intuías que algo andaba mal: tocarme el anillo que me acompañaba desde hace muchos años te lo confirmaba, pero jamás preguntarías.

Bebo a tragos cortos mi café, sin prisa, disfrutando cada sorbo, alargando el placer de tu compañía. Tu mirada siempre conseguía reconfortarme, me daba esa calma que no siempre era capaz de mantener, esa calma que mi alma añoraba en su ausencia. Tu perenne sonrisa confundía mi miedo, conseguías acallarlo con tu calidez.

 Momentos impregnados de ternura y pastas, de cariño y flores silvestres, de amistad y café caliente.

(32) Perdóname

Perdonaré a todo áquel que por amor peque,
que sin vergüenza y sin meditación cometa actos
de los que la razón no entiende, ni quiere entender,
que la locura de amor le gobierne sin pactos,
sólo buscando su fin supremo.
Perdonaré a todo áquel que por amor venda su alma,
y que su vida regale a la búsqueda de la verdad absoluta
pues el perdón es de los castigos la mejor defensa
de una vida en vida castigada a la búsqueda disóluta
de la felicidad sin medida.
Perdóname si soy yo la que premie mi vida
buscando un amor imposible,
que refleje en mi rostro la nitidez del mar insondable
y destruya las amarras que me atan a tu alma.
Perdóname si no sé perdonarte
en los momentos de fe ciega,
y esa fe no es en mí.

(8)...Y SUEÑO

SILENCIO ABSOLUTO

QUE TODO GUARDE SILENCIO, QUE NADA PERTURBE LA PAZ DE ESTE SILENCIO DE LUTO.

Caras de muerte rodean la capilla ardiente, impasibles sin dolor demostrado. Procesión por un pasillo oscurecido por la luz mortecina de los cirios consumidos por las llamas encendidas en plegarias repetidas, en rezos imposibles. Claroscuro tétrico, casi patético de una iglesia vacía de almas en pena.

Y me acerco al ataúd, y veo y no miro; y toco y no quiero que ese rostro se grabe en mis dedos, tristemente tarde acuden las gotas de llanto, siembro las losas de lágrimas estériles.

Percibo aromas conocidos: Humedad, incienso...muerte, triste destino.

Y mis ojos se pierden en la oscuridad profunda de aquella última morada y la recorren sin motivo, porque el resultado es la Nada.

Y caigo en el error de mirar su rostro demacrado y desnudo de emociones, me tiendo a su lado para hacerle compañía. De mis labios hasta ese momento sellados, surge una nana empapada en llanto para romper aquel silencio absoluto.

Y callo. La paz me embarca en un recuerdo lejano y me lleva a puertos conocidos y lucho en furibundas batallas, descanso en noches de luna nueva donde la suerte es esa oscuridad profunda y protectora. Amanezco en los brazos de unas olas que juegan con mi pelo. Y me duermo. Y sueño.

Y vuelvo, abro los ojos y veo su cuerpo tendido a mi lado y su rostro, sereno al fin, se pega a mi alma negra. Busco su aliento y no lo encuentro. Y me duermo. Y sueño.